El mendigo
Cada año, al aproximarse estas fechas
no puedo evitar que venga a mi memoria una historia que ocurrió cuando aún yo
era un niño. Apenas contaba con ocho añitos y era precisamente el año en el que
había hecho mi primera comunión.
Eran aproximadamente las diez de la noche del día
veinticuatro de Diciembre, vi como llegaba a casa mi padre, un poco más tarde
de lo habitual, pero hoy no venía solo como siempre, hoy venía acompañado por
otro señor, cuyo aspecto era desaliñado, extravagante, sus ropas
harapientas y muy desgastadas, la barba y el pelo bastante largos y grises,
casi blancos, con toda seguridad era un mendigo que solía merodear por el
parque cercano a la casa donde vivía con mis padres y mi hermano unos años más
jovencito que yo.
Mi padre lo hizo pasar a la sala de estar y le
pidió que se sentara, acercándole una bandeja que contenía unos dulces de
Navidad, diciéndole que tomase lo que fuera de su gusto y acto seguido se
dirigió a la cocina donde se encontraba mi madre preparando la cena.
Oí como le decía que había traído una visita para
cenar, mi madre muy contrariada le dijo que eso no se hacía así, que tendría
que haberle avisado con tiempo, entonces mi padre, en voz baja le contó de lo
que se trataba y ya no se hablo más, volvió de nuevo a la sala de estar y
comenzó a charlar con aquel señor de tan peculiar aspecto.
Transcurrido un tiempo llegó mi madre, pidiendo que
pasáramos al comedor que la cena estaba dispuesta para ser servida, de
inmediato acudimos y nos sentamos a la mesa donde degustamos de las
exquisiteces que con tanto esmero había preparado mi madre para aquella noche.
La cena transcurrió prácticamente en silencio, a nuestro invitado se le veía
comer con mucho apetito yo diría que casi con glotonería.
Una vez terminados los postres, mi padre le ofreció
una copa de licor, a lo que le dijo que no, que ya era hora de marcharse y que
no quería importunar por más tiempo, que solo le quedaba agradecer lo que por
él habíamos hecho. Ya de pié, cerca del umbral de la puerta de salida dijo:
Señor, tiene usted un corazón muy noble y una hermosa familia, unos lindos
hijos y una bella esposa, que además cocina divinamente, solo me resta pedirle
poder de nuevo volver mañana, solo seria para recoger las sobras. Mis padres se
miraron entre sí y sin mediar palabra alguna mi madre se volvió y salió a toda
prisa huyendo hacia la cocina, se produjo un silencio sepulcral y fue entonces
cuando vi desprenderse de los ojos de mi padre dos lagrimas que rodaron por sus
mejillas y con la voz entrecortada le dijo que sí, que volviera de nuevo al día
siguiente que algo le tendríamos preparado.
En aquellos momentos no llegue a comprender el
porqué de aquellas lágrimas, pero que quedaron para siempre grabadas en mi
retina.
Al día siguiente nuestro invitado no sé presentó ni
al siguiente ni después, ya no supimos más de él, tampoco nadie más lo vio en
el parque, aquel hombre de aspecto tan desaliñado había desaparecido.
Transcurridos algunos años después de este
acontecimiento, mi padre también nos dejó para siempre y precisamente un día
veinticuatro de Diciembre día de Noche Buena... tal vez aquel mendigo, lo
invitó a sentarse junto a él... en su mesa.
Autor: Mángelbe.
Comentario
del autor: Este acontecimiento, de alguna forma marcó mi vida y
con el tiempo me hizo reflexionar sobre la hipocresía del ser humano. Qué
bonito y que bien quedamos felicitando a nuestros familiares y amigos por estos
días tan entrañables, organizamos
fiestas y comilonas, lo pasamos bien... pero ¿quién felicita?, ¿quién se
acuerda del mendigo harapiento?, de tantas y tantas familias que no tienen que
llevarse a la boca... de niños que pasan hambre y frio, que ni tan siquiera
saben que significa la Navidad...
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