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viernes, 5 de diciembre de 2014

EL MENDIGO



El mendigo


Cada año, al aproximarse estas fechas no puedo evitar que venga a mi memoria una historia que ocurrió cuando aún yo era un niño. Apenas contaba con ocho añitos y era precisamente el año en el que había hecho mi primera comunión.

Eran aproximadamente las diez de la noche del día veinticuatro de Diciembre, vi como llegaba a casa mi padre, un poco más tarde de lo habitual, pero hoy no venía solo como siempre, hoy venía acompañado por otro señor, cuyo aspecto era desaliñado, extravagante,  sus ropas harapientas y muy desgastadas, la barba y el pelo bastante largos y grises, casi blancos, con toda seguridad era un mendigo que solía merodear por el parque cercano a la casa donde vivía con mis padres y mi hermano unos años más jovencito que yo.

Mi padre lo hizo pasar a la sala de estar y le pidió que se sentara, acercándole una bandeja que contenía unos dulces de Navidad, diciéndole que tomase lo que fuera de su gusto y acto seguido se dirigió a la cocina donde se encontraba mi madre preparando la cena.

Oí como le decía que había traído una visita para cenar, mi madre muy contrariada le dijo que eso no se hacía así, que tendría que haberle avisado con tiempo, entonces mi padre, en voz baja le contó de lo que se trataba y ya no se hablo más, volvió de nuevo a la sala de estar y comenzó a charlar con aquel señor de tan peculiar aspecto.

Transcurrido un tiempo llegó mi madre, pidiendo que pasáramos al comedor que la cena estaba dispuesta para ser servida, de inmediato acudimos y nos sentamos a la mesa donde degustamos de las exquisiteces que con tanto esmero había preparado mi madre para aquella noche. La cena transcurrió prácticamente en silencio, a nuestro invitado se le veía comer con mucho apetito yo diría que casi con glotonería.

Una vez terminados los postres, mi padre le ofreció una copa de licor, a lo que le dijo que no, que ya era hora de marcharse y que no quería importunar por más tiempo, que solo le quedaba agradecer lo que por él habíamos hecho. Ya de pié, cerca del umbral de la puerta de salida dijo: Señor, tiene usted un corazón muy noble y una hermosa familia, unos lindos hijos y una bella esposa, que además cocina divinamente, solo me resta pedirle poder de nuevo volver mañana, solo seria para recoger las sobras. Mis padres se miraron entre sí y sin mediar palabra alguna mi madre se volvió y salió a toda prisa huyendo hacia la cocina, se produjo un silencio sepulcral y fue entonces cuando vi desprenderse de los ojos de mi padre dos lagrimas que rodaron por sus mejillas y con la voz entrecortada le dijo que sí, que volviera de nuevo al día siguiente que algo le tendríamos preparado.

En aquellos momentos no llegue a comprender el porqué de aquellas lágrimas, pero que quedaron para siempre grabadas en mi retina.

Al día siguiente nuestro invitado no sé presentó ni al siguiente ni después, ya no supimos más de él, tampoco nadie más lo vio en el parque, aquel hombre de aspecto tan desaliñado había desaparecido.

Transcurridos algunos años después de este acontecimiento, mi padre también nos dejó para siempre y precisamente un día veinticuatro de Diciembre día de Noche Buena... tal vez aquel mendigo, lo invitó a sentarse junto a él... en su mesa.


Autor:  Mángelbe.



Comentario del autor: Este acontecimiento, de alguna forma marcó mi vida y con el tiempo me hizo reflexionar sobre la hipocresía del ser humano. Qué bonito y que bien quedamos felicitando a nuestros familiares y amigos por estos días  tan entrañables, organizamos fiestas y comilonas, lo pasamos bien... pero ¿quién felicita?, ¿quién se acuerda del mendigo harapiento?, de tantas y tantas familias que no tienen que llevarse a la boca... de niños que pasan hambre y frio, que ni tan siquiera saben que significa la Navidad...

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